#MiDemonioÁngel
#capituloquince (parte uno)

Soy Perry Kelvin, y éste es mi último día vivo. 

Qué extraña sensación, el despertar  a esa conciencia. Toda mi vida  he luchado contra la alarma del reloj, golpeando el botón de repetición una y otra vez, con el odio hacia mí mismo acumulándose, hasta que la vergüenza es, finalmente, lo suficientemente fuerte como para hacerme levantar. No fue hasta la más brillante de las mañanas, esos raros días de entusiasmo, propósitos y razones claras para vivir, que conseguí despertarme con facilidad. Cuán extraño, entonces, es que lo haré hoy. 

__ gime mientras me escurro de sus brazos ateridos y salto de la cama. Ella recoge mi mitad de las mantas para enrollárselas y se acurruca contra la pared. Va a dormir por unas horas más, soñando con paisajes sin fin y novas estelares de colores, tan hermosas como aterradoras. Si me quedara, ella despertaría y me las describiría. Todos los locos giros de la trama y la imaginería surrealista completa, tan vívidos para ella y tan sinsentido para mí. Hubo un tiempo en que atesoraba escucharla, cuando encontraba la conmoción de su alma tan agridulce y encantadora, pero ya no puedo soportarlo. Me inclino para darle un beso de despedida, pero mis labios se endurecen y me estremezco, alejándome de ella. No puedo. No puedo. Voy a colapsar. Me aparto de prisa y me voy, sin tocarla. 

Hoy, hace dos años que mi padre fue aplastado por el muro que estaba construyendo y yo me convertí  en huérfano. Lo he añorado por setecientos treinta días, a mi madre por aún más tiempo, pero mañana ya no añoraré a nadie más. Pienso en ello mientra desciendo la escalera de caracol de mi hogar de acogida, esta miserable casa de descartados, y salgo a la ciudad. Papá, mamá, mi abuela, mis amigos… mañana no añoraré a nadie.  

Es temprano y el sol apenas está saliendo sobre las montañas, pero la ciudad ya está despierta. Las calles están llenas de trabajadores, cuadrillas de reparación, mamás empujando cochecitos con ruedas nudosas, madres sustitutas arreando filas de niños como si fueran ganado. En algún lugar, a la distancia, alguien está tocando un clarinete; lanzan sus notas temblorosas al aire matutino como el canto de un pájaro, y trato de excluirlas. No quiero oír música, no quiero que el amanecer sea rosado. El mundo es un mentiroso. Su fealdad es abrumadora y los resabios de belleza lo hacen aún peor. 

Me dirijo hacia el edificio administrativo de Calle Isla, y le digo a la recepcionista que estoy aquí para la cita de las siete, con el General Grigio. Ella me conduce a su oficina y cierra la puerta tras de mí. El general no levanta la vista de los papeles sobre su escritorio. Alza un dedo. Me detengo y espero, dejando que mis ojos recorran el contenido de los muros. Una fotografía de __. Una fotografía de la madre de __. Una fotografía desteñida de él mismo y de un joven Coronel Rosso, ambos en uniformes del Ejército de EE. UU., fumando cigarrillos, frente al horizonte de una inundada Nueva York. Junto a ésta, otra toma de los dos hombres fumando cigarrillos, esta vez con vistas a un Londres destruido. Luego, un París bombardeado. Luego, una Roma ardiendo.  

El general, finalmente, deja a un lado sus papeles. Se quita las gafas y me mira.  

―Sr. Kelvin ―dice. 

―Señor. 

―Su primera misión de recuperación, como jefe de equipo. 

―Sí, señor. 

―¿Te sientes preparado? 

Mi lengua se traba por un instante, mientras imágenes de jinetes y violoncelistas, y labios rojos sobre una copa de vino, cruzan en un parpadeo por mi mente, tratando de desestabilizarme. Las aparto a un lado, como si fueran una película vieja.    

―Sí, señor. 

―Bien. Aquí está su pase de salida. Vea al Coronel Rosso en el centro comunitario, para la asignación de su equipo. 

―Gracias, señor. ―Tomo el papel y me giro para marcharme, pero hago una pausa en el umbral de la puerta―. ¿Señor? ―Mi voz se quiebra un poco, pese a que juré no permitirlo.  

―¿Sí, Perry? 

―¿Permiso para hablar con libertad, señor? 

―Adelante. Me humedezco los labios resecos. 

―¿Hay alguna razón para todo esto? 

―¿Disculpa? 

¿Hay alguna razón para que  sigamos haciendo todo estas cosas? ¿Las recuperaciones y… todo eso? 

―Me temo que no entiendo tu pregunta, Perry. Los suministros que recuperamos nos mantienen con vida. 

―¿Estamos  intentando mantenernos con vida  porque pensamos que el mundo va a mejorar algún día? ¿Es por eso que estamos trabajando? Su expresión es neutra.  

―Tal vez. 

Mi voz empieza a temblar y eso es muy poco digno,  pero ya no puedo controlarla.  

―¿Pero qué sucede justo ahora? ¿Hay algo, en este momento, que quiera lo suficiente como para continuar viviendo? 

―Perry… 

―¿Me diría lo que es, señor? ¿Por favor? 

Sus ojos son de mármol. Un sonido, que parece el comienzo de una palabra, se forma en su garganta. Su boca se aprieta.  

―Esta conversación no es apropiada. ―Pone las manos sobre el escritorio―. 

Debería ponerse en marcha, ahora. Tiene trabajo que hacer. 

Trago saliva con dificultad.  

―Sí, señor. Lo siento, señor. 

―Vea  al  Coronel  Rosso  en  el  centro comunitario  para la asignación de su equipo. 

―Sí, señor. 

Cruzo la puerta y la cierro tras de mí. 

En la oficina del Coronel Rosso, me comporto con el máximo profesionalismo. Pido la asignación de mi equipo y él me la da, entregándome el sobre, con calor y orgullo en sus ojos entrecerrados. Me desea suerte y se lo agradezco; me invita a cenar y lo rechazo con cortesía. Mi voz no se resquebraja. No pierdo la compostura. 

Marchando de regreso por el vestíbulo del centro comunitario, echo una mirada hacia el gimnasio y veo a Nora, observándome a través de las altas ventanas. Lleva un ceñido pantalón negro y un top blanco, al igual que todos los pre-adolescentes en la cancha de voleibol a sus espaldas. El ‘equipo’ de Nora, su triste intento de distraer a unos cuantos niños de la realidad, por dos horas a la semana. Paso frente a ella, sin siquiera hacerle un asentimiento y, cuando comienzo a empujar la puerta principal, oigo el golpetear de sus zapatillas contra el suelo de baldosas, tras de mí. 

―¡Perry! 

Me detengo, y dejo que las puertas se cierren. Me doy vuelta y la enfrento.  

―Hola. 

Ella se detiene frente a mí, con los brazos cruzados y los ojos como piedras. 

 ―Así que, hoy es el gran día, ¿eh? 

―Supongo que sí. 

―¿A qué área estás designado? ¿Lo tienes todo planeado? 

―El viejo edificio de Pfizer31, en la Octava Avenida. 

Ella asiente rápidamente.  

―Bien, eso suena como un buen plan, Perry. Lo tendrás todo listo y regresarás a casa para las seis, ¿no? Porque  recuerda que te llevaremos a la Huerta esta noche. No vamos a dejar que pases este día abatido y solo, como el año pasado. 

Veo a los chicos en el gimnasio golpeando-sacando-rebotando, riendo y maldiciendo.  

―No sé si podré hacerlo. Esta recuperación podría tardar un poco más de lo habitual. 

Ella sigue asintiendo. 

 ―Oh. Oh, está bien. Porque ese edificio está torcido, y lleno de grietas y callejones sin salida, y tienes que tener muchísimo cuidado, ¿no? 

―Correcto. 

―Sí. 

―Señala con la cabeza el sobre en mi mano―. ¿Ya lo revisaste? 

―Todavía no. 

―Bueno, probablemente, deberías  revisarlo, Perry.  ―Su pie golpetea el suelo, su cuerpo vibra con rabia contenida―.  Necesitas estar seguro de que conoces el perfil de todo el mundo, sus fortalezas y debilidades, y todo eso. Las mías, por ejemplo, porque yo estoy allí. 

Mi rostro se queda en blanco.  

―¿Qué? 

―Claro, yo voy. Rosso me puso ayer. ¿Conoces mis puntos fuertes y débiles? ¿Hay algo en tu agenda que piensas que puede ser demasiado difícil para mí? Porque odiaría poner en riesgo tu primera recuperación como jefe de equipo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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